Coja unos cuantos, los examine uno a uno, controle la filigrana con el trasluz. Después los doble en cuatro partes y los meta en el bolsillo interior de su chaqueta. ¡Y cierre bien el botón!”. Hice lo que me pidió, volví a mi sitio. Rol no se había movido del suyo, no nos habíamos rozado. Por un momento echó la cabeza hacia detrás, “escribió” en el aire con su lápiz famoso para los habituales revestido de bambú. Justo después me pidió que extrajera de la chaqueta los folios blancos que había controlado uno a uno y que nadie más que yo había tocado. En el más interior de los folios estaba escrita, a lápiz, la respuesta a mi pregunta: “Sería una obra de beneficencia hecha sin sacrificio, entonces no tendría ningún valor (aquí una palabra indescifrable, n.d.r.) del espíritu de Rol”.
Quiso que le entregara el folio: con el mismo lápiz (aunque con el carácter más marcado) y con la misma caligrafía era inconfundiblemente suya aquella “aparecida” en mi chaqueta, como si el grafito se hubiera depositado viniendo del aire escribió: “Propiedad del doctor Vittorio Messori, 11 de abril de 1989. R”. Lo enrolló y me lo dio “de recuerdo”».
En 1993 Giuditta Dembech publica el segundo volumen de Torino Città Magica [Turín Ciudad Mágica], ediciones l’Ariete.
Un amplio capítulo está dedicado a Gustavo Rol. He aquí un extracto:
Está hablando Rol:
«Ha venido a mi casa Tullio Regge [candidato al premio Nobel de física], le acompañaban su mujer, un profesor de medicina, muy famoso, y otra persona. Han traído unas cartas suyas, no se ha utilizado nada mío. Durante el desarrollo del experimento han hecho que estuviera con las manos detrás del respaldo de mi silla. No he tocado nada en ningún momento. Regge barajaba las cartas escondiéndolas debajo de la mesa. Yo le he dicho: “Piense una carta. Piénsela sólo, no la busque”.
“La he pensado”
“Ahora ponga su baraja encima de la mesa”
“¿Puedo cambiar la carta que he elegido?¿Elegir otra?”
“De acuerdo, cámbiela si quiere...”
“Pues bien, he elegido otra”
“Baraje aún sus cartas”. Yo tuve siempre las manos detrás del respaldo de la silla.
“Ahora deje las cartas sobre la mesa y corte por el punto que prefiera...” Aparece un as de tréboles. “Es la que he pensado en segundo lugar... ¡Vuelva a hacerlo!”.
“No puedo volver a hacerlo, yo no soy Dios, que puede repetir las cosas hasta el infinito. El experimento ha salido bien pero yo no puedo volver a hacerlo...”
“Pero yo no puedo admitirlo. Haría falta que se examinara por un prestidigitador, estar seguros de que no hemos sido sugestionados todos nosotros, o que usted haya hecho algo de lo que no nos hemos dado cuenta... Científicamente no puedo admitir nada parecido...”»
Comenta Dembech:
«Si hay algo que irrite profundamente a Rol, es justo pedirle que se ponga al lado de un prestidigitador, es un tema que lo saca de quicio. Cualquier experimento que salga de sus manos se ha conseguido gracias a la intervención del Espíritu, de una fuerza superior extra humana; ¿por qué afiancarse a unos profesionales del truco y del ilusionismo? ¿Qué podrían conocer, sino trucos y engaños? Hace varios años, Silvan [prestidigitador italiano] lanzó un desafío a Rol a través de un popular programa televisivo: “venga aquí, podemos repetir con trucos todos y cada uno de sus experimentos...”. Con anterioridad, sin embargo, en privado, el mismo Silvan había llamado por teléfono a Rol pidiéndole que le revelara el secreto para realizar sus fenómenos sólo con el poder del espíritu. ¿Puede que se haya sentido ofendido con la respuesta?»
En 1995, el año siguiente a la muerte de Rol, sale a la venta el ya citado libro del periodista Remo Luigi, probablemente el más rico y completo por la cantidad de datos y anécdotas, y por la fidelidad con la que se reproducen un gran número de experimentos. He aquí algunos:
Testimonio del prof. Diego de Castro, exdirector del Instituto de Estadística de la Universidad de Turín [artículo de La Stampa del 20.08.1978]:
«Rol, a plena luz, hacia las 13, hizo este experimento en casa de mi suegro donde se le había invitado a desayunar. No en su casa. Escogido por mí, al azar, un libro entre una treintena de volúmenes encuadernados de la misma manera: elegidas por mí tres cartas de una baraja que estaba en la casa, para determinar el número de la página, me hizo poner el libro en el pecho y entonar una especie de nenia (oh, oh, oh) durante algunos segundos. No llegó a tocar el libro, que después resultó ser de Victor Hugo. Dijo en francés (traduzco): “Los valentinos dormían con sus osos”. El primer verso de la página escogida con las cartas decía: “Los valentinos dormían con sus osos”. El libro había estado siempre entre mis manos, su elección y la elección de la página eran casuales: ignoraba qué libro fuera. ¿Un truco? Pido la explicación, más que nada porque repetimos el experimento con un libro alemán y otro italiano con idénticos resultados».
Testimonio del sr. Aldo Provera, empresario, preciado amigo de Rol y el ejecutor de su testamento:
(En el casino de Mentone) «...mientras cruzábamos las salas nos parábamos durante algún momento delante de varias mesas para asistir al menos a una jugada, y mientras el croupier hacía girar la rueda, Gustavo escribía un número sobre un papel que me metía en la mano: “Espera un momento” decía. Y cuando la pelotita había entrado en su casilla yo miraba el papel: de manera invariable la previsión coincidía. “No me equivoco porque no juego” comentaba».
[prof. Ferruccio Fin] «Éramos seis, en mi apartamento de Corso Matteotti. Habíamos puesto en las manos de Rol un ramo de un jarrón y lo ha tirado contra la pared: el ramo no se ha caído, ha desaparecido. Fuimos a la habitación de al lado, en la otra parte de la pared: el ramo había acabado en un armario que estaba en la pared».
[prof. Guasta] «Una tarde, en los Ochenta, Rol vino a mi casa en la colina de Turín. Estábamos él, Marisa y yo. Cogió una baraja de cartas y dijo: “Mirad, ahora veréis cómo se hincha porque quiero que una carta sí y una no se den la vuelta”. Revisamos la baraja: estaban todas vueltas en el mismo sentido. La barajamos, la apoyamos en la mesa y Rol le pasó una mano por encima, sin tocarla. La baraja se hinchó, levantándose más de un centímetro, y después, poco a poco, volvió a bajar. La volvimos a revisar y una carta sí y otra no estaban dadas la vuelta. Repitió el experimento durante varias veces y al final dijo: “Hagamos la siguiente prueba: pongamos una botella encima para que no se pueda hinchar”. Y así lo hizo: la baraja se quedó comprimida, pero al final de la revisión constatamos que las cartas que tenían que darse la vuelta estaban dadas la vuelta de todas formas”».
Dice Lugli: «En los años ochenta, cuando Guasta tenía el estudio dental en Turín, en Corso Fiume, (que distaba menos de un kilómetro enfrente del piso de Rol), a veces Gustavo lo llamaba por la tarde para charlar. Él a lo mejor tenía varios clientes en la sala de espera, pero el placer de hablar con su amigo era tal que no podía rechazar la llamada. “Y a partir de las charlas” dice Guasta, “era fácil que Rol propusiera pasar a los experimentos. Me decía que cogiera una baraja y que intentara lanzarlo como solía hacer él, de manera que todas las cartas se distribuyeran en una línea única. “¿Quieres que haya una carta al revés? Dime cuál”. Yo decía, por ejemplo, el cinco de rombos que quedaba a la vista. Era una emoción estupenda. Pero no podía hacerme ilusiones: yo hacía sólo el gesto, quien mandaba era él, a través de nuestra conexión telefónica y no se equivocaba jamás».
[Un día] «Gustavo me dijo: “Tú ahora te preparas para lanzar la baraja de cartas y piensas una carta, pero no me digas qué carta es. Cuando la hayas elegido haces el lanzamiento”. Pensé en el as de corazones y después lancé y el as de corazones apareció al revés. Rol, al otro lado de la línea estaba contento, se reía. Después, cuando terminanos la llamada, me obsesioné por un tiempo intentando otros lanzamientos pensando en que una carta se diera la vuelta, pero fue en vano».
También en 1995 se publica Rol oltre il prodigio [Rol más allá del prodigio], editora Gribaudo, de Maria Luisa Giordano, amiga suya durante varios años. Así nos cuenta cuando, el día de Navidad de 1978, fue a verlo acompañada de su madre y de la hermana de Rol, Maria:
«Después de haber charlado un poco me preguntó si quería un bombón, le dije que no, entonces me dijo “¿Querrías dos ciruelas?”. Me eché a reir, no estaban de estación. Sin embargo después me quedé sin palabras: una vez que se hubo concentrado durante sólo un momento aparecieron en la mesita dos ciruelas fresquísimas, y buenas. En el mismo momento, delante de su hermana Maria habían aparecido nueces y avellanas. Después lo llamaron por teléfono unos amigos que estaban en Costa Rica y que querían felicitarle las fiestas, entonces lo oí decir “Mandadme unas bananas”. De repente delante de mi madre en la mesa aparecieron dos bananas. Cuando Rol colgó el teléfono y volvió al salón se quedó tan impresionado como nosotras, tenía una expresión simpática».
«Era julio, hacía mucho calor. Nos encontrábamos en la clínica Koelliker con un paciente: los médicos que lo asistían le dieron a Rol una receta para que la leyera. Pero Gustavo se había olvidado las gafas en casa: “Las veo dijo las veo, están en mi comodita ‘retuor d’Egypte’, en mi estudio”. La ventana de la habitación estaba abierta y de repente no sólo yo, sino todos los demás médicos vimos llegar sus gafas que, vibrando en el aire, se depositaron sobre sus rodillas. Sin darle la más mínima importancia, muy desenvuelto, las cogió y se puso a leer la receta y todos nosotros estábamos mirándolo atónitos.
«Otra vez quedamos con Rol en un pequeño restaurante al que no habíamos ido nunca. Apenas cruzamos el umbral le preguntó a la dueña del local que estaba ocupada sirviendo a los clientes: “¿Dónde ha pasado las vacaciones el verano pasado?”. La señora no le respondió porque estaba muy ocupada, es más, hizo un gesto de impaciencia. “Entonces se lo diré yo dijo Rol abra la servilleta que tiene sobre el brazo”. Ésta cogió la servilleta y la abrió: en el interior estaba escrito el lugar y la fecha de las vacaciones de la señora. “Pero usted quién es, me da miedo” exclamó asustada».
En 1996 sale a la venta el libro del prof. Giorgio di Simone, Oltre l’umano. Gustavo Adolfo Rol [Más allá de lo humano. Gustavo Adolfo Rol], ediciones Reverdito.
He aquí algún experimento:
«Como siempre, Gustavo no tocaba las cartas. En un momento dado cada uno de nosotros (¡y éramos once!) barajó atentamente un montón de cartas después de que el sensitivo nos hiciera escoger de común acuerdo la carta objetivo: aquella vez acordamos en que sería el 9 de rombos. Una vez cortados los once montones, se pusieron sobre el mantel verde, delante de Rol, que no hizo sino cubrirlos con el borde del mantel mismo, de manera que en su parte el mantel estaba cerrado, mientras que en la nuestra estaba obviamente abierto y doblado por encima de las cartas, orientado hacia nosotros. Y aquí sucede uno de los fenómenos más estupefacientes de la serie, un fenómeno que, por lo que parece, han visto pocos, al menos de manera tan clara y evidente, bajo la luz de una gran lámpara: Gustavo pasó las manos sobre los once montones cubiertos, pero sin que los tocara mínimamente. Sus manos se movían a 3/4 centímetros por encima del mantel y después de algunos segundos todos nos dimos cuenta de que por debajo del mantel los montones de cartas se animaban. Los pasos (¿magnéticos?) de Rol duraron poquísimo y la línea que formaban los once montones cubiertos parecía viva, se movía como si la recorriera una ola invisible. Una vez hubo cesado el dinamismo de las cartas y alzado la parte del mantel que las cubría, nosotros mismos nos dimos cuenta de que el 9 de rombos se había efectivamente y “obedientemente” desplazado a la parte superior de cada montón, como primera carta (...). Sin embargo no he sido testigo de un fenómeno parecido que sucedió, parece ser, en el ámbito de la Curia arzobispal napolitana, cuando fueron hasta 111 (¡ciento once!) las barajas de cartas que se mostraron al final con la idéntica primera carta».
Así cuenta uno de los asistentes a una velada de experimentos: «Como tenía que sacar de cada baraja una carta de un cierto valor y un cierto palo (ya no recuerdo cuál), entre mi estupor y turbación vi que las cartas saltaban solas fuera de la baraja, así (hace el gesto) una detrás de otra, y obviamente se movían sólo las que se buscaban y que se habían pedido, ¡¡¡y se disponían como deseaba Rol!!! ...».
Di Simone cuenta: «Me dijo que tuviera, después de haberlas mezclado yo mismo, dos barajas de cartas con el dorso hacia arriba, una en cada mano. Me dio a escoger mentalmente una carta, y yo elegí el as de corazones (elección principalmente banal, pero estéticamente agradable). Entonces me pidió que extendiera las cartas boca abajo, de manera que se formara una X. Hice lo que me pidió, y ocurrió la enésima maravilla: en el cruce de aquella X, mientras el resto de las cartas quedaron cubiertas, ¡los dos ases de corazones aparecían a la vista!».
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Corría a pedirle ayuda al doctor, que, imperturbable, seguía pintando: “Ah, sí”, me decía, “no es nada, Bergandi, significa que no estamos solos, no tema”. Y entonces todo volvía a la normalidad.
«Una vez tuve que ayudar al doctor a cargar un cuadro en el coche de una señora que había venido a verlo y después se ofreció a llevarlo. Lo acompañé al Topolino de la señora, que estaba aparcado en la avenida. La señora estaba avergonzada y dijo: “Lo siento, mi coche es demasiado pequeño, está bien para el profesor Valletta, usted no puede entrar”. “No se preocupe, señora”, le respondió el doctor Rol, “todo se resolverá”. De pronto se volvió pequeño y menudo, y pudo sentarse en el coche fácilmente. Estaba perplejo, estupefacto, me temblaban las piernas».
«Otra vez tenía que acercarme a comprar unas bombillas en una tienda al por mayor. El doctor me dijo que cogiera el tram número 16: “Pero”, me aconsejó, “no coja el primero que pasa porque no se pueden abrir las puertas”. Me dirigí a la parada e hice lo que me había dicho: de hecho, el tram número 16 llegó lleno de pasajeros que despotricaban y golpeaban los cristales porque las puertas estaban bloqueadas».
Continúa Giordano: «La princesa María Beatriz de Saboya añade este interesante testimonio: “En los años ’30 [se trata del 38] mi madre [María José, reina de Italia] puso a prueba a Rol para encontrar un aderezo de diamantes que había desaparecido del arca del quirinal. Lo llamó por teléfono y él, en pocos minutos, resolvió el enigma: ‘Está en el tercer cajón a la izquierda del escritorio de su antesala’. Era verdad: alguien, después de que mi madre volviera de una visita al Vaticano, había repuesto ahí el aderezo con la intención de ponerlo en su sitio al día siguiente. Después se le había olvidado”».
En el 2002 salió a la venta otro libro acerca de Rol. Se trata de Gustavo Rol. L’uomo, la vita, il mistero [Gustavo Rol el hombre, la vida, el misterio], ediciones Età dell’Acquario, del periodista Maurizio Ternavasio. Este autor es el primero que ha escrito una biografía sobre Rol sin haberlo conocido. Este libro es una discreta síntesis de lo que se había dicho con anterioridad. Recoge, de todas formas, algunos testimonios inéditos de gran valor documental. Entre estos, en particular, destaca el del dr. Carlo Buffa di Perrero, un profesional que, entre otras cosas, era también un prestidigitador. Así lo introduce Ternavasio:
[Carlo Buffa di Perrero] «ha sido, junto con su padre, uno de los fundadores del círculo de Amigos de la Magia [circulo de prestidigitadores], además de amigo de la familia de Gustavo: las respectivas casas de campo, ambas situadas en la provincia de Turín, distaban pocos kilómetros la una de la otra. Entre mediados de los años ’60 y ’70 sucedía con frecuendia que los dos núcleos se reencontraban en Cavour en casa de Buffa o en San Secondo en casa de Rol, o en el apartamento de la hermana Maria, que vivía en Corso Galileo Ferraris, en Turín, para desahogar libremente las respectivas capacidades, que tenían una base profundamente distinta».
[Dice Buffa]: «Una tarde, en casa de María, Gustavo preguntó: ‘¿Qué querrías que hiciera con esta baraja de cartas?’. Y yo, de rebote, después de haberlo pensado un poco, respondí: ‘Deseo que todas las cartas estén rasgadas’. De hecho es bien sabido que, al igual que con un paquete de folios, no es absolutamente posible reducir en ese estado una baraja entera con un único movimiento, y menos en una fracción de segundos. Entonces, después de algunos instantes, Gustavo cogió la baraja dentro de la confección que tenía delante y me la dio aún cerrada dentro de la caja original para que la abriera: y bien, todas las cartas estaban rasgadas por la mitad. Conociendo a fondo los trucos de este tipo de juegos, estoy seguro de que no se trataba de una ilusión realizada por un prestidigitador: ninguna técnica de prestidigitación puede explicar, avalorar o dar cuentas de un fenómeno de este tipo. Si cuando era joven era un poco escéptico sobre lo que se decía de él, desde entonces he creído ciegamente».
Citemos aún el siguiente pasaje del Buffa (hay también otros), de manera que los escépticos tomen nota...
«“En presencia de Gustavo, mi atención estaba siempre al máximo preparada para enfocar cada pequeño detalle. Por otro lado, en más de una ocasión me han encargado, de parte del círculo de mágico al que pertenezco, de desenmascarar a quien declaraba tener poderes ocultos, mientras era, sin embargo, un simple ilusionista. Y éste no era el caso de Rol, obviamente”».
El 2003 ha sido el año más prolífico en biografías sobre Rol. Con ocasión del centenario de su nacimiento, celebrado el 20 de junio del mismo año, escritores y editores han aprovechado la conmemoración para publicar nuevos textos. Renzo Allegri ha publicado Rol il grande veggente [Rol el gran vidente], ed. Mondadori, versión actualizada del texto precedente de 1986. Entre las interesantes novedades de este texto hay algunos prodigios inéditos narrados por Giuditta Miscioscia, persona que ha conocido y ha frecuentado Rol a partir de los años ’70 y que ahora como entonces ha alcanzado algunos logros en la esfera del médium (pero de distinto tipo con respecto a los de Rol y diciendo “esfera del médium” entendemos identificar la tipología):
«Con mucha frecuencia Rol hacía uso de sus misteriosos interventos por diversión. Era una persona divertida, burlona y le gustaba tener animado al grupo. Éramos huéspedes en una de las villas más hermosas de Turín. La dueña de la casa había adquirido hacía poco una gran pileta de mármol, un bloque único, uno de esos objetos que se encuentran en las iglesias medievales. La había transformado en un hermosísimo florero y lo había colocado en una esquina del salón. Se la enseñó a Rol con orgullo. Rol era un gran experto en antigüedades. “Qué hermosa es”, repetía observándola atentamente y dando vueltas a su alrededor para contemplarla. “¿Cuánto pesa?”, preguntó en un momento dado. El tono alegre con el que formuló la pregunta me dio a entender que tenía ganas de divertirse. “No sé exactamente cuánto puede pesar”, respondió la señora, “pero para colocarla en aquel rincón cinco obreros han trabajado arduamente durante horas”. “Oh no”, dijo Rol, “no es posible que pese tanto”. Y volviéndose hacia mí: “Dame la mano”, después se acercó a mi oreja y me susurró: “Ahora le gastamos una broma”. Quería impedírselo, porque había personalidades importantes en aquella casa, pero Rol ya había empezado. Me cogió la mano y la apretó fuerte. Recuerdo que experimenté una sensación extraña, me parecía que me faltara el equilibrio, y estaba transtornada porque me veía contemporáneamente en dos situaciones distintas: estaba sentada en mi sitio junto a Rol, pero al mismo tiempo me veía que, agarrando la mano de Rol, estaba junto a él cerca de la pileta y la empujaba. La pileta se deslizaba por el suelo como si fuera de papel cartón. No hacíamos ningún esfuerzo para moverla, se movía casi como si tuviera ruedas. Evidentemente Rol había provocado para él mismo y para mí un “desdoblamiento”. Habíamos salido de nuestros cuerpos y, en astral, empujábamos la pileta por la habitación. Todos miraban asombrados. La dueña de la casa se había llevado las manos a la cabeza. “Ya está, hecho”, dijo Rol riendo. Y con estas palabras tuve la impresión de volver a entrar dentro de mí misma. Rol me susurró al oído en dialecto piemontés “¿Te ha gustado?”. “No entiendo nada”, respondí, “me siento como si estuviera borracha”. Y él, mientras tanto, reía y se divertía. La dueña de la casa, asustadísima, siempre con las manos en la cabeza, estaba cerca de la pileta y decía: “Pero ¿cómo ha podido ser? No es posible, nadie puede moverla. ¿Cómo ha podido pasar por encima de las alfombras sin estropearlas? Es increíble”. Daba vueltas alrededor de la pileta, la observaba por todas partes. Después, dirigiéndose a Rol, dijo: “¿Y ahora quién me la deja donde estaba?”. “No se preocupe”, respondió Rol, “nosotros se la pondremos en su sitio”. Me cogió de nuevo la mano y vi la misma escena de poco antes: nosotros dos quietos en nuestro sitio que contemporáneamente íbamos hacia la pileta y nos poníamos a arrastrarla por la habitación. Pero Rol se paró en mitad de la habitación. “Ahora se la dejamos aquí”, me dijo simpático. “No, por favor, atraviesa el suelo”, le respondí. Pero él ya lo había decidido. Volvimos a entrar en nuestros cuerpos y la pileta se quedó ahí, en medio de la habitación. Al día siguiente la señora tuvo que llamar a los obreros para que la volvieran a poner en la esquina. “¿Cómo la ha movido?”, le preguntaron asombrados. “No se lo puedo decir”, respondió la señora, “o pensaríais que estoy loca”.
«Un día, algunos años antes de su muerte, nos habíamos peleado. Sucedía con frecuencia, porque yo también tenía un carácter bastante fuerte. Los primeros días de Semana Santa vino a verme: “No puedo pasar la Semana Santa enfadado contigo”, me dijo. Después me preguntó: “¿Tienes huevos?”. “Sí”, respondí. “¿Puedes darme una docena?”, insistió. “No te sientan bien”, le dije. “A tu edad no debes comer huevos”. “No, no te preocupes, coge una docena”. Cogí los huevos del frigorífico. “Ahora ponlos en orden en la mesa, divididos en tres grupos de cuatro cada uno”, dijo Rol. No entendía el motivo de lo que me pedía, pero hice lo que me pedía. Él miraba, con una sonrisa de listillo entre los labios. “Bien, ahora di fuerte “oppì, oppì” como hacías cuando eras niña y jugabas con los soldaditos. Me entraban ganas de reír, también porque no recuerdo haber jugado a los soldaditos de pequeña, pero lo acontenté. ‘Oppì, oppì’ comencé a decir y aquellas palabras parecían encerrar una fuerza mágica. Los doce huevos, divididos en tres grupos, empezaron a moverse sobre la mesa como si estuvieran vivos. Daban vueltas sobre sí mismos, y, dada su forma irregular, subían y bajaban como si estuvieran haciendo la marcha. Me quedé perpleja. Rol reía y me incitaba “Continúa, continúa, adelante, oppì, oppì”. “Oppì, oppì, oppì” seguía repitiendo y los huevos seguían marchando. Cuando llegaron al final de la mesa dejé de darles la orden y ellos se pararon. “Has visto qué buenos son”, dijo Rol. “Ahora prepárate la tortilla”. “No, no”, contesté un poco atemorizada, “a lo mejor hay un pollito vivo dentro”. Y los tiré.
«Volvíamos a Turín desde Savona, en coche, por la autopista. Una vez que llegamos al paso del Turchino nos paramos a almorzar en el Autogrill. En la mesa de al lado había una pareja. Ella era grande, enorme. Estaban tomándose ya el helado. Tenían que haber comido mucho y la señora sorbía el helado lentamente, con dificultad, porque estaba demasiado llena, pero se veía que el helado le gustaba mucho. Rol la avistaba desde lejos y le brillaban los ojos. Me di cuenta de que quería divertirse. Cuando la señora terminó el helado, apoyó la cabeza en el hombro del marido y murmuró exhausta pero satisfecha: “Lo he conseguido, me lo he comido todo”. “Hagamos que se coma otro”, me susurró Rol. “No, por favor, la vas a matar”, le supliqué, pero ya era tarde: Rol ya había intervenido, la copa del helado de la señora estaba de nuevo llena, misteriosamente. El marido de la mujer, después de haber oído la frase “Lo he conseguido”, había mirado la copa que, de hecho, no estaba vacía, sino llena, y dijo le dijo a su mujer: “¿Y eso?”. Ella miró y empalideció. “¿Quién lo ha traído?” preguntó con un hilo de voz. “Es el tuyo”, contestó el marido. “Imposible, lo acabo de terminar”, murmuró ella. “Te parecía haberlo acabado”, dijo el hombre riéndose. La señora estaba perpleja. Pálida, miraba a su alrededor. Comenzó a comer de nuevo poco a poco, con dificultad. Cuando por fin terminó, suspiró hacia el marido con las manos en el estómago: “No puedo más”. “Más, más”, repitió Rol en voz baja como si diera la orden a una presencia invisible, y la copa de helado de la señora apareció llena una vez más. Esta vez fue el marido quien palideció. “No es posible”, lo oí murmurar desolado y miraba a su alrededor desconfiado. Después cogió la copa del helado y empezó a inspeccionarla atentamente. Apenas hubo terminado se levantó de un salto, pero Rol, rapidísimo, había vuelto a repetir “Más, más” y la copa estaba otra vez llena. “Vámonos, aquí hay algo que no funciona”, y empujó a la mujer hacia la caja del restaurante. Rol se desternillaba, como un chaval.
«Estábamos en Rapallo. Nos paramos en una tienda para comprar algo de fruta. En cima de un montón de peras había una grande, el doble de las demás, amarilla como la miel. “Qué hermosa”, dijo Rol indicándola. “Sí, es magnífica”, contestó la frutera. “¿Me la puede dar?”, preguntó Rol con una tímida voz de niño. “Ciertamente”, respondió la señora. Cogió la pera y la puso en la balanza. Yo, mientras tanto miraba alrededor para escoger otras frutas y después de algunos instantes volví a oir a Rol con esa voz extraña: “Qué hermosa aquella pera, ¿puede dármela?”. “Ya se la he puesto en la balanza”, dijo la señora. “No, no, está ahí”, dijo Rol. De hecho la pera grande estaba todavía en su sitio encima del montón. La señora la cogió y estaba poniéndola en la balanza, pero se quedó atónita, porque la pera ya estaba en la balanza. Volvió a mirar el montón y la balanza. Bajó la cabeza y dijo: “Creía que tenía sólo una así de grande, sin embargo había dos”. “Y ésa ¿puede dármela?”, dijo una vez más Rol indicando el montón. La señora miró, y la pera grande y amarilla como la miel esta ahí que reinaba en la cima del montón. La frutera se quedó muda e inmóvil. Echaba miradas desconfiadas al montón de peras y a la balanza. Al final cogió la tercera pera y la puso al lado de las otras dos en la balanza. “¿Y aquélla?”, dijo Rol señalando de nuevo al montón. “Querría también aquélla”. Yo reía, me divertía muchísimo viendo a Rol tan contento, pero entendía el engorro de la señora. Aquella mujer estaba asustada. Había cogido en seguida la pera y la había puesto en la bandeja de la balanza. Pero Rol inmediatamente había indicado otra. “Basta”, intervine, “cinco peras son suficientes. Son tan grandes que no conseguirás comértelas” y cerré la cuenta. Pero la frutera no entendía nada, le temblaban las manos, estaba a punto de desmayarse».
«Nos habían invitado a una casa muy chic. Gente muy conocida de Turín, y un poco snob. Rol no tenía ganas de ir, y fui yo quien insistí porque deseaban enormemente tenerlo como invitado. Pero desde el principio me di cuenta de que no era un ambiente en el que se pudiera sentir a gusto. Demasiada etiqueta, demasiadas reservas, demasiado manierismo. Rol sí que era muy elegante y señoril, pero también muy simple y cordial. Me di cuenta de que estaba nervioso porque daba golpecitos con los dedos sobre la mesa y hablaba con monosilábicos. De repente me cuchicheó al oído: “Cuánto beben en esta casa”. “Pórtate bien”, le dije, intuyendo que estaba pensando una de las suyas. La dueña de la casa, que se había dado cuenta del malestar de Rol, intentaba conversar, pero él contestaba de manera evasiva. Después de un rato me dijo de nuevo al oído: “Cuánto beben en esta casa”. “No es verdad”, rebatí. “Mira, en la mesa no hay nada con alcohol”. Rol me fulminó con una de sus terribles miradas. Rol tenía una baraja de cartas en la mano, se levantó de golpe de la silla. “Te he dicho que aquí beben”, dijo en voz alta y lanzó las cartas contra la pared. En la habitación de al lado se oyó un grito. La dueña de la casa acudió; fui yo también con otros invitados. Las cartas que Rol había lanzado contra la pared habían atravesado el muro y le habían caído encima a la camarera, que estaba sentada en un sofá con una botella de vino en la mano y se la estaba acabando. Estaba asustada y lloraba. Volvimos al salón y Rol, sonriendo, me dijo: “Te había dicho que aquí beben”. Pero la escena no había gustado y poco después nos fuimos».
«Una vez Rol se enfadó aquí, en mi casa. La estábamos reestructurando todavía y estaban los obreros. Entre ellos había un joven muy bueno, pero bastante antipático. Todos sabían quién era Rol y sentían un gran respeto hacia él, menos el joven. “Rol es sólo un liante”, le decía a sus compañeros de trabajo. “A mí no me gusta, no creo en nada de lo que hace, son todos trucos, una tomadura de pelo”. No sé por qué motivo era tan contrario y malo con respecto a Rol, mientras Rol sin embargo sentía por él una gran estima y una enorme simpatía. “Qué buen chaval”, decía, mirándolo mientras trabajaba. “Es realmente un buen joven”. Sentía que estimara tanto a aquélla persona que, sin embargo, estaba tan en contra suya y un día le dije: “Es verdad que es un buen trabajador, pero él siempre te toma el pelo, no cree para nada en lo que haces y habla mal de ti”. Rol no contestó. Pero mis palabras le habían hecho daño. Algunos días después vino aquí a visitarme, y al no ver al joven albañil me preguntó: “¿Dónde está aquel joven tan bueno?”. Creo que está trabajando en el piso de abajo, en el cuarto de estar”, contesté. “Ése sí que es bueno y despierto”, dijo Rol. “Tú lo estimas y él se burla de ti”, rebatí. “Pero es bueno”, insistía Rol y caminaba nervioso por la habitación. Después se paró en ese preciso punto, donde está la silla. “Está aquí debajo de mis pies”, dijo serio. Después, mirando a su alrededor, dijo: “Dame ese ladrillo que está en la ventana”. Cogí el ladrillo y se lo di. Miró fijamente el suelo y después lanzó con fuerza el ladrillo contra el suelo. Oímos un golpe y el ladrillo desapareció. Se oyó un grito que provenía del cuarto de estar. Bajamos. El joven estaba en el suelo asustado: no había ninguna marca, ni siquiera una marca en el enlucido. “Podía haberme matado”, dijo el joven con rabia, y no quiso volver a trabajar en casa ».
Los dos fragmentos que siguen a continuación están tomados, sin embargo, de la revista Chi (21/02/2003 y 28/02/2003) donde el periodista Renzo Allegri posee una sección fija dedicada al “misterio”. Son sólo una continuación de lo anterior, pero no están incluídos en el libro:
«Estaba en su casa, con algunas amigas mías. Rol estaba un poco triste, creo que había discutido con una persona a la que quería. Empezó a hablar de la pena de las cosas que se acaban, de las relaciones que se interrumpen, de los amores que se desvanecen. Decía que parecen una rama rota, una rama que se queda casi como una herida incurable en el paisaje. Cogió una tela virgen, pegada a la cartulina. Me la enseñó a mí y a las demás personas que estaban presentes para que pudiéramos examinarla y constatar que era virgen. Después la puso en el caballete. Delante de la tele, sobre una mesita, puso la paleta de las pinturas, algunos pinceles, la espátula, el vaso con el agua, en fin, todo lo que necesita un pintor. Después se alejó y nos pidió que no nos moviéramos de nuestro sitio. Era mediodía, y por consiguiente la habitación estaba llena de luz. Se acercó a la cocina donde se estaba preparando la comida. Bromeaba, decía frases divertidas, preguntaba si nosotros también queríamos comer el potajito. Estaba en la parte opuesta al caballete con la tela. Nosotros lo mirábamos a él y a la tela. Yo sabía que estaba a punto de suceder algo extraordinario, y no le quitaba el ojo de encima a nada. En un momento dado ocurrió el prodigio. Los pinceles empezaron a moverse solos: se levantaban de la paleta, se impregnavan de pintura, de agua, volaban sobre la tela, tenían los movimientos típicos como si estuvieran en manos de un artista invisible. El trabajo se desarrollaba de manera frenética, se oía incluso el ruido que hacían los pinceles contra la tela. Rol reía y seguía bromeando. El fenómeno duró 5, tal vez 6 minutos. Después los pinceles volvieron a su sitio, inertes. El cuadro estaba terminado. Rol dijo que podíamos mirarlo bien. Nos levantamos y fuimos a mirarlo de cerca. Los corores estaban frescos y la escena reflejaba su razonamiento».
«Una tarde estábamos aquí, con un cuadro en el que, en el centro de un paisaje invernal, lleno de nieve, se veía el capitel de la Virgen de San Secondo. “Gustavo, figúrate que frío que tendría la Virgen con toda esa nieve”, dije. Él empezó a mirarme fijamente, repitiendo, “¿Frío?, ¿frío?, ¿frío? La Virgen no tiene frío”. Y en ese momento una lengua de fuego salió del cuadro, una lengua que parecía la llama cegadora de un soldador eléctrico. Corrí a ver, pero en el cuadro no había quedado ni rastro».
Un libro importante que centra su atención justo en los experimentos es el segundo texto sobre Rol escrito por Maurizio Ternavasio, titulado Rol. Esperimenti e Testimonianze [Rol. Experimentos y Testimonios], ediciones l’Età dell’Acquario, publicado a finales del 2003. Ternavasio ha conducido un gran trabajo de documentación entre las personas que han conocido a Rol, recogiendo un gran número de prodigios de todo tipo, algunos verdaderamente sorprendentes. Proponemos aquí una breve selección:
[Roberto Sacco] «Sorprendentemente dejaba que lo hiciera yo todo: él jamás manejaba las cartas, es más, estaba a una cierta distancia, es más, siempre se trataba de barajas intactas que tocaba abrir a los demás. Uno de los juegos más clamorosos sucedió la vez que, teniendo todas las cartas en mis manos, Rol me pidió que dijera en voz alta la que había elegido. Cuando lo hice, me invitó a golpear la baraja entera contra la mesa, de manera que le asestara un golpe decidido pero no violento. Y bien, se dio la vuelta sólo la carta que yo había elegido. La cosa más sorprendente es que he repetido una veintena de veces el movimiento cambiando cada una de las veces de objetivo, y en todas ha salido única y exclusivamente la carta que quería».
«Delante de numerosas personas, amamantando el todo con un poco de teatralidad, preguntaba: “¿En qué orden queréis que se organicen?”. Ante cualquier respuesta, por color, por palo, una vuelta en un sentido y la siguiente en el contrario, en orden creciente o decreciente, el experimento salía a la perfección. Y él, lo repito por enésima vez porque era la cosa más apabullante e inexplicable, aunque no tocara nunca las cartas las dirigía con una batuta, disponía de ellas a placer».
«Un buen día, papá, que tenía una empresa que se ocupaba de planos, recibe la agradable visita de Rol, y entonces llama a su colaborador de confianza para presentarle a aquel extraordinario personaje. En cuanto se presentó delante, el sensitivo empieza a contar un gran número de episodios relacionados con su vida privada. “¿Y usted cómo sabe todas estas cosas?”, le pregunta el colega de mi padre. Y Rol, sin apenas inmutarse: “Es muy sencillo: usted tiene en el bolsillo un papelito en el que están escritos todos los hechos que le he referido”. Y obviamente, así era.
«Hizo que escogiera una carta de la baraja, después me pidió que la pasara transversalmente a través del espeso rellano de madera de la mesa rectangular entorno al cual estábamos sentados. Sigo: la carta estaba atravesada de arriba abajo por tres cuartos, pero no quería enfilarse completamente. A petición suya sigo intentándolo sin estropearla. “Me temo que no se pueda más”, susurró Rol, “intenta ir debajo de la mesa y a tirarla desde esa posición”. Después que insistimos un poco pasó a través de la madera, a parte un pequeño borde que se arrancó».
[Valerio Gentile] [En casa de un conocido que quería ponerlo a prueba] «...Rol empezó a señalar una serie de libros elegidos al azar en la rica biblioteca del apartamento, y de cada libro supo decir las palabras que estaban escritas en cualquier página que se escogiera».
[Arturo Bergandi] «...Rol me invitaba a que cogiera de su riquísima biblioteca un libro a mi libre elección, y leer en voz alta una línea cualquiera, a volver aponerlo en su sitio y a meterme una mano en el bolsillo, donde encontraba un papel con su letra que citaba justo el fragmento que acababa de leer».
«Estábamos juntos en el ascensor de casa, no recuerdo si subíamos o bajábamos. En un momento dado me dice: “Bergandone, ¿quiere ver cómo en un momento me vuelvo grande?”. Un instante después tocaba el plafón de la cabina con la cabeza, después, en pocos segundos, volvía a la normalidad. No he llegado a entender cómo lo hacía: seguro que no se ponía de puntillas, además porque se alargaba entero de una manera extraña, incomprensible».
...Graziella, con su marido Gianni y con Gustavo, se halla en el restaurante Firenze en la calle San Francesco de Paola. «Más o menos a mitad de la cena entra en el local una amiga que, antes de llegar a la suya, se para en nuestra mesa durante algunos minutos. Apenas se hubo alejado, Gianni, bromeando, dijo: “Es una hermosa mujer, pero tiene la cara un poco equina”. Gustavo hizo un gesto como de estar de acuerdo, después se puso a escribir en el aire con su lápiz, entonces pide a mi marido que mirara la servilleta que tenía en el regazo: en su interior había escrito la frase “Tiene la cara un poco equina”. ¿Qué mejor demostración de que no podía haber nada prestablecido?».
[El periodista de La Stampa Sera, Nevio Boni] «Nos encontrábamos en casa de la pintora Carol Rama. Después de haber mostrado a los presentes algunos juegos de cartas con los cuales, de vez en cuando me divertía para entretener a los niños, Rol, de manera simpática me tiró el guante como símbolo de desafío. “Usted es muy bueno. ¿Pero es capaz de hacer también esto?” Y empezó a trabajar mentalmente de manera que las cartas de una baraja, precedentemente mezcladas por un tercero, se organizaran perfectamente en orden sin que él las tocara. Después se dejó ir desahogándose con el firmante: “¿Por qué Piero Angela la tiene tomada conmigo? No obstante haya asistido a pruebas inauditas en mi casa, va diciendo que detrás de lo que hago siempre hay un truco”. Entonces me contó con pelos y señales cómo se había desarrollado el famoso encuentro. “Me pidió que le diera una demostración de lectura a distancia: llamó por teléfono a un amigo que estaba en Boston, le dijo que abriera un libro cualquiera, yo he leído en voz alta el contenido de modo que Angela pudiera, a su vez, transmitirlo a quien estaba al otro lado de la línea para obtener el cotejo. Por añadidura la llamada intercontinental me ha costado un montón de dinero”, ha apuntado un motivo de hilaridad en medio de tanta amargura, para añadir posteriormente: “Quién sabe qué cara habrá puesto Angela una vez que ha entrado en su casa cuando ha descubierto que todas las cartas de la baraja que tenía en el bolsillo llevaban mi firma, al igual que todos los cheques del libreto que tenía en la cartera».
[Maria Vittoria Trio, capeona italiana de salto de longitud] «Una tarde me recibió con el delantal de pintor, ya que estaba terminando un lienzo en el que figuraba un jarrón de flores cuyos pétalos caían sobre la mesita, después me invitó a sentarme a su lado. Gustavo, de hecho, evitaba a conciencia el tener en frente suya al invitado de turno, para que éste no se sintiera condicionado o sugestionado por sus penetrantes ojos. “Hay algo en la pintura que no acaba de convencerme. ¿No crees que aquel pétalo tenga una sombra poco real? ¿Qué dices si le hago un pequeño cambio?” “Puede que tengas razón”, le respondí, “aunque no sea la persona más indicada para dar un juicio pertinente”. El caballete con el relativo portapinceles se hallaba a dos metros de distancia de nosotros, aproximadamente, a poca distancia de la ventana. En un momento dado, a plena luz del sol, que iluminaba el estudio, vi elevarse el pincel y realizar el cambio que Gustavo había indicado. Incluso ahora, cuando cuento aquel episodio, me pongo a temblar. Aunque haya sido siempre una persona racional, apartada y por naturaleza más que nada desconfiada. Lo que hacía Rol me helaba la sangre: después de haber asistido a fenómenos como aquél no era absolutamente capaz de mantener una conversación. Escuchaba y nada más, respondía con monosílabos, me quedaba bloqueada durante mucho tiempo, casi turbada por lo que había visto realizarse delante de mis incrédulos ojos».
[Giovanna Demeglio] «Lo que he presenciado ha sucedido en más de una ocasión, tanto en su casa como en mi tienda de la calle Goito... Después de apoyarlo en cualquier parte, Gustavo sometía a mi juicio el cuadro en el que estuviera trabajando en ese momento. Entonces podía suceder que con mucho garbo sugiriese algún cambio insignificante, después seguía hablando un poco de todo, quedándose bastante lejos del lienzo. Cuando el encuentro llegaba a su fin, volviendo a acercarme al cuadro me daba cuenta de que se había modificado solo siguiendo las indicaciones que había realizado poco tiempo antes».
[R:S.] «Estábamos observando un cuadro en el que figuraba un jarrón con rosas, Gustavo estaba sentado a un par metros del caballete: en un momento dado nos dimos cuenta de que el pincel se movía solo e iba a añadir sobre el lienzo algunos particulares importantes».
«En un momento dado, sin que Rol hubiera dicho o hecho nada en absoluto, he visto con total certeza un tapón de corcho viajar por el aire de la cocina a la sala, donde estábamos reunidos: nos hemos quedado todos literalmente de piedra».
[Carla Rolli Casalegno] «En su apartamento, además de la anteriormente citada, estaban presentes otras dos personas que no recuerdo. Después de habernos entretenido un rato con las cartas, dijo abiertamente que quería dedicarse a la pintura. “Ahora, en un cuarto de hora, intentaré pintar un cuadro”. La penumbra se aclaraba con un poco de luz, nosotros estábamos al lado suyo, a al menos dos metros del caballete sobre el cual estaba apoyado un lienzo intacto. Gustavo, como un director de orquesta, movía delicadamente la mano en el aire, mientras tanto el pincel se movía solo dejando trazos de colores sobre el mismo lienzo. Después de un momento apareció un cuadro que representaba unas rosas, sus rosas».
[Pasquale Pisapia pastelero] «Cerca de la barra había un chaval que tenía un reloj de pulsera en la mano, y él, estando a una cierta distancia, hizo que desapareciera de golpe, después le ha invitado a rebuscar con la cucharilla en la azucarera. Éste, completamente blanco, sin decir una palabra, lo ha encontrado en el fondo, debajo de un espeso manto de azúcar» .
[Chiara Barbieri en el restaurante] «Estaba sentada a su lado, Gustavo tenía delante suya un plato de ensalada, le faltaban los condimentos: ha chasqueado los dedos de manera discreta y poco ruidosa, después de un instante he visto el salero moverse por el aire hasta llegar a nuestra mesa».
«Estaba sentado en la mesa de costumbre del restaurante, desde mi posición veía a Rol de perfil. En un momento dado pasó la extremidad superior a través de la pared: por una parte estaban la mano y el antebrazo hasta la altura del codo, por la otra el brazo y todo el resto».
[Delfina Fasano excantante] «Estábamos cinco o seis en el piso de mi hermana Dina, en Corso Raffaello, sentados en un extremo de la gran mesa oval. En mitad de un experimento con las cartas Gustavo me dice: “Coge una carta cualquiera, y métela donde quieras”. La escojo, me levanto, la pongo detrás de un jarrón que se hallaba en la otra punta del salón, a almenos siete u ocho metros de distancia de nosotros. Después de algunos instantes la carta, volando en el aire, volvió a nuestra mesa».
El 10 de abril de 1980, a petición de Rol, Giovanni Sesia llama a Tullio Regge, candidato al premio Nobel de física, para invitarlo a una velada en compañía del sensitivo. Aun declarándose continuamente escéptico ante los poderes de este último, Regge le había contado un caso significativo de videncia que Sesia había diligentemente apuntado y que [Regge] nos expone: «Si antes le he dicho que en mi opinión Rol usa trucos, también tengo que citarle un episodio que me ha impresionado. En el ’44 un oficial del Armir jugaba a dos bandas entre los partisanos y los aliados que residían en Suiza, y se encontraba en Zermatt con uno llamado Alan Dulles. Cuando atravesaba el Plateau Rosa se cubría el rostro para no broncearse, ya que un bronceado excesivo podía parecer sospechosa ante los alemanes y podía costarle el fusilamiento. Una tarde este oficial estaba cenando en el Valle de Aosta con otras personas. Ninguno estaba al corriente de su actividad, que por razones obvias, se mantenía en secreto. En un momento dado Rol empieza a decir: “Tú no hablas, pero te veo en peligro. Te veo en una iglesia. En esa iglesia está la muerte”. Efectivamente al día siguiente el oficial tenía una cita en la iglesia de San Felipe con los miembros del comité de la liberación nacional. No fue a la cita y así se salvó la vida. Todos los demás fueron arrestados y fusilados en el Martinetto. He aquí un hombre que cree ciegamente en Rol».
[Giovanni Paladin artesano] «Un día vino Rol a la tienda, aferró un fragmento de un marco de siete u ocho centímetros de largo y le dijo al trabajador dependiente que se encontraba en la habitación más lejana a aquélla en la que nos encontrábamos que tuviera cuidado, porque le habría pasado la maderita que tenía en la mano. Y así hizo, lanzando con fuerza en esa dirección el trozo de marco desapareció misteriosamente sin hacer ruido. Me fui corriendo al otro local y vi en el suelo lo que poco antes había tirado».
[Vittoria Storero] «En una ocasión en penumbras he entrevisto nítidamente el pincel moverse solo en las cercanías del lienzo, mientras que Gustavo estaba a tres o cuatro metros de distancia... En otra no he podido evitar ponerme a gritar. Para precisar: mi marido al principio era bastante reticente, y no le gustaba demasiado participar en las reuniones en el transcurso de las cuales Rol realizaba sus experimentos. Aquella vez, casi como un símbolo de desafío, Gustavo le dijo: “Ahora intentaré desdoblarte, de manera que puedas verte el doble”. Nos hallábamos en el estudio, en parte esclarecido por algunos débiles haces de luz. A un cierto punto me di cuenta de que una cabeza igual a la de mi marido se movía por las paredes, casi como una máscara sin el cuerpo que la sostuviera. He gritado para que encendieran la luz, y eso hicieron, y el rostro desapareció. Estoy completamente segura de que no se trató de una alucinación, porque, además, mi marido, que esa noche no consiguió pegar ojo, vio lo mismo que vi yo. Es más, después ha referido que en el momento en el que su rostro ha sufrido una especie de shock, como cuando se recibe una fuerte bofetada en la cara».
[G.M.] «Debía ser en 1993, me acababa de mudar a Turín por motivos de trabajo. Un viernes por la tarde, en pleno invierno, mi padre y yo habíamos sido invitados a una pequeña fiesta que daban en un amplio y elegante apartamento de la Crocetta. Las aproximadamente veinte personas que estaban presentes, todas bastante más ancianas de la anteriormente citada, formaban un corro entorno a un señor de una cierta edad más bien alto y muy distinguido que tenía el aspecto de un importante director de empresa. Algunos lo llamaban maestro, muchos se ocupaban sólo de él. Me siento en un sofá para beber algo, aquel individuo se planta delante mía, en un pequeño sofá que se hallaba a una distancia de un par de metros, y empieza a mirarme. Algunos segundos después, el tiempo de entreverar los ojos durante un instante, se hallaba de nuevo ahí, enfrente mía, colocado en el mismo sofá. Me asusté, pensé que estaba teniendo alucinaciones o que había bebido algo que me había hecho daño, en realidad soy abstemio y se trataba de una simple coca-cola con una rodaja de limón. Me levanté, saludé a mi padre y al dueño del apartamento, y preferí volver a casa con rapidez. Sólo después de algún tiempo he entendido quién era aquél tipo extraño».
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